¿Qué “todo tiempo
pasado fue mejor”?. No lo sé.
Tampoco si “antes” todo
era diferente. Porque mi “antes” tiene un principio. Un final. Un largo recorrido.
Un volver aunque sea rozando con brochazos de nostalgia
el punto de partida.
En mi “antes” hay una
larguísima mesa con sillas que ahora están vacías. Y carcajadas. Y retos velados y no tan velados.
Discusiones y
reproches.
Chiquillos que -ya son
abuelos- correteando por los rincones. Otros que se han marchado quizás a un lugar desde donde nos espían divertidos
orgullosos de lo mucho o poco que hemos logrado.
Antes, los mayores nos
contaban que jamás pisaban los Bancos,
desconfiaban de las promesas que les hacían los responsables. Guardaban el dinero debajo del colchón.
Ellos siempre tenían en la alacena, conservas, pastas secas, mermeladas y
galletas, como si de un día para el otro se avecinara un tifón.
Las puertas de las
casas siempre estaban abiertas para el amigo
que necesitaba ayuda, un plato de comida. Cobijo y cariño. Consuelo. Un
poco de comprensión
Antes la palabra que
daban para cerrar un negocio valía más que una firma, un recibí, un talón.
Antes, aunque habían
hablado de estafas brutales los mayores
jamás habían probado la miel amarga
de la corrupción.
Dudar era impensable.
Confiar con los ojos cerrados a quien se mostraba transparente, honesto y
honrado más que una convicción.
Recibir ropa en buen
estado porque a tu prima le había quedado pequeña no era una ofensa, por el
contrario, te hacía ilusión.
Vivíamos sin internet y
escribíamos cartas interminables que temblaban en nuestras manos rogando que
llegaran a destino, cuando estábamos a punto de que la engullera el buzón.
Los móviles no existían
y las carreras para avisar desde una cabina (o un público) que “llegábamos un
poquito más tarde y no se preocuparan”, eran pan de todos los días.
Fuimos creciendo
poquito a poco y sin saltar etapas.
Fuimos madurando sin
apenas notarlo.
Nos formamos sintiendo
que era un triunfo cada conquista, cada reto, cada escalón que subíamos y lo
hacíamos por amor propio, empeño y vocación.
Y lloramos como nunca
pensamos que podríamos hacerlo, cuando nos dejaron plantadas, sin saber que nos volveríamos a enamorar de
una manera loca, atrevida, imprudente, al conocer “al hombre” que nos rasguñó con paciencia el corazón.
Y fuimos felices.
Absolutamente felices
con nuestros más y nuestros menos.
Enseñamos a nuestros
hijos que el camino era luchar y aprender de los fracasos desconfiando del
primer adulador.
Que tropezar no era
caerse, sino trastabillar.
Que el “no” siempre lo
tenían los demás como respuesta, y había que batallar muy duro para desterrar
el no.
Tal vez por eso me
gusta disfrutar de esos ramalazos del antes.
Quizás porque he
aprendido que jamás hay que bajar la guardia. Que nada está perdido si te
empeñas.
Que si la vida fuese
tan sencilla, tan dulce y complaciente, no naceríamos llorando y lo hacemos
irremediablemente cuando vemos la primera luz del mundo y cerramos los ojos
para decir adiós…