CARPE DIEM (Horacio 65aC-8aC) “Toma este día como si no fuera a existir el siguiente”

lunes, 21 de abril de 2014

CASA DE MUÑECAS



No siempre. Tampoco día sí, día no. Pero en algunas ocasiones, mi amiga me pedía si podía ir hasta su casa para quedarme con su hija.
Elisa tenía dos trabajos. Su marido, había fallecido ni bien nacer la chiquita, víctima de un infarto que no vino solo y sin que nadie lo esperara, sino prendido a la falta de trabajo, el exceso de preocupaciones, el estrés. La rabia y el rencor.
Sin embargo, ellas parecían haberse fabricado un mundo aparte, no libre ni exento de agobios, pero a su manera eran felices con lo poco que tenían – y lo mucho que a Elisa le había costado conseguir- apartadas de esa espiral de negatividad que el hombre había querido legarles y de milagro no lo consiguió.

El apartamento donde vivían era pequeño, cálido, acogedor.
Con una luz que enceguecía sin que el sol se colara eternamente por ventanas y celosías. Había algo más allí. Era como si una inmensidad de colores, sobre todo al caer la tarde o cuando amanecía se citaban para charlar sin prisas ni agobios, citándose “hasta mañana” ni bien las sombras se iban alargando bostezando de pereza hasta el momento del “chau” o del adiós.

María tenía seis años. El pelo color azabache y rizado. Unos ojos vivaces pendientes de todo lo que se movía a su alrededor.
También una risa contagiosa. El don del “parloteo” constante con sentido. La magia en  dedos pequeños que se deslizaban acariciando un oso de peluche, un trozo de tela. Un bolígrafo que caía rendido a sus encantos. Una noria que nunca se detenía gracias a su constancia por mantenerla siempre viva. Una vocecita dulce y cantarina que apenas se dejaba oír solo cuando su dueña le daba permiso para hablar.

Cuando traspasaba el umbral, siempre – pero siempre- pedía que me descalzara “para escuchar lo que te dicen tus pasos”,  y cogiéndome de la mano me conducía a su cuarto que era tal  y cual como ella: una explosión de vivacidad, con cuadros pintados “por mí” –susurraba como si yo no lo supiera-, folios escritos con letra pequeñita sostenidos por chinchetas en las paredes y “unos poemas preciosos que  me dio por escribir hoy”.

Sobre una mesa –que vio mejores tiempos- de pino y alargada, descansaba su gran tesoro. Una casa de muñecas de varias plantas con la que “jugábamos” sin cansarnos nunca y varios personajes articulados que iba colocando a su antojo cambiándolos de sitio y lugares,  también de postura y posición.

Una tarde que la  colocamos en el suelo para poder jugar mejor, muy formal dijo: “el papá está “enfadao” ¿lo ves? La mamá ni siquiera lo sabe porque se ha echado en el sofá con la tele encendida aunque no la ve, se ha dormido de cansancio y la “peque” está triste porque allí no hay risas, ni charlas, ni música, ni buen humor”.

“¿Y entonces qué hacemos?”, le pregunté muy seria, “porque algo hay que hacer ¿no?”. Se levantó de prisa y corriendo, revolviendo en una caja de lápices de colores, ceras y crayons  volvió volando a su sitio.

“Shhh”, dijo poniéndose un dedo sobre los labios. “Vamos a cerrar los ojos y pediremos que usen su imaginación, mientras nosotras los ayudamos”. Y ahí mismo comenzó a perfilar sonrisas donde había gestos mustios, cogió un enorme cartón blanco y pintó un sol que colocó como si estuviera “asomando la nariz” porque “es de mentira y allí no hay sol”.

Con una nuez diminuta hizo un puff mullido donde colocó un microscópico libro a los pies de “la mamá” y a la “peque” corriendo de arriba abajo, armando bulla, cantando a todo pulmón.

Me levanté despacio de mi sitio y mirándolo en perspectiva ¡era tan real, tan cierto que todo se veía mejor!. No tuve tiempo de comentárselo, porque ahí saltó ella: “cuando en esta casa hay tristeza y se me pega aquí – señaló el estómago- le digo que se vaya usando esto (y le tocó el turno a la cabeza).

 “Pido y pido que se aleje pronto, sueño que cambio todo, miro como me gustaría ser y entonces me veo como una exploradora como las que salen en las pelis, que curo a un señor enfermo, que soy astronauta y estoy lejos de aquí o una de esas que dan vueltas en un trapecio como vi una vez en un circo”, agregó encogiéndose de hombros deleitándose con la visión.

“¿Y sabes una cosa?”, insistió mirándome a los ojos. “Ahora sé que no es posible porque soy muy chiquita. Pero cuando crezca, cuando sea mayor, estoy segura que tooodoooo (alargó la palabra) lo que quiera voy a conseguirlo porque me llamo María (deletreó despacio su apellido). Porque sé que puedo, y porque sé quien soy”.





domingo, 6 de abril de 2014

LA PUERTA ENTREABIERTA



Corrían los 80. Era la época del “Flower Power” . El grito propio. Las ansias de libertad. El sorprenderse ante un mundo que había dado un vuelco tan impresionante y repentino que apenas había tiempo de reaccionar.

Corrían los 80 y  nos “uniformamos” con pantalones pata de elefante. Palazzos. Faldas largas. Estampados “Liberty”. Sombreros y gafas de sol enorme que nos parapetaban y rechazaban de forma obstinada que giráramos la vista atrás.

Era el tiempo de  sandalias de cuero artesanales, bolsos en bandolera desflecados, amor sin “escondrijos” que lo ampararan, silencios que se convertían en torrentes de  palabras.
Tiempos de bullicio.
Tiempos de paz.

Por entonces, solía ir a casa de una amiga los fines de semana a estudiar. Y los estudios se convertían en tertulias, charlas interminables que se prolongaban hasta la madrugada. “Arreglábamos el mundo” sin titubeos y con decisión. Sin miedo y sin prejuicios, extendiendo la mano de manera ilimitada  y con absoluta bondad.

La madre de Ana – así se llamaba mi íntima- era una mujer mayor – más de sesenta y pico- pero con una juventud a flor de piel imposible de describir o imitar.

Todavía recuerdo  los pies descalzos de Natasha (“mamá postiza” de cada una de nosotras)  y la forma en que los deslizaba sobre el suelo  casi sin oírla andar. Su risa que contagiaba frescura. Sus enormes ojos azules. Su pelo rubio recogido en una trenza, y su cabeza erguida que solamente “doblegaba” ante las artesanías en las que trabajaba para después vender en una feria a pocas calles del lugar.

Una tarde de sábado, me senté a su lado en el suelo para ver como sus manos entrelazaban con una rapidez increíble, trozos de gamuzas, hilos de colores, cuentas y piedras minúsculas que hilaba con una habilidad especial.

Antes de finalizar la pulsera que estaba fabricando, una y otra vez, echaba ojo a una puerta que daba a un pasillo infinitamente largo que desembocaba en la entrada, mirándolo insistentemente con un interés especial.

Le pregunté entonces si esperaba a alguien…y me clavó los ojos con una mirada tan lánguida, tan fuerte y tan especial que preferí guardar silencio. Solo la quise escuchar.

“En mi país – Alemania- pero sobre todo en el pueblo donde nací, tenemos una leyenda que nos encanta a veces recordar”, dijo con una voz muy suave.  “La nostalgia, la tristeza y la depresión siempre van de la mano y es bastante complicado intentar que nos dejen de acompañar. Es toda una faena deshacerse de ellas porque están muy a gusto en nuestro interior  ¿haciéndonos daño? ¡Mucho más!”

“Pero es cuestión de tiempo y valentía. De “abrirles la puerta” pero mirar más que bien para comprobar que no traen ni mochila ni equipaje. Ni maletas, ni cajas con trastos que arrastran de “épocas pasadas” para instalarse dentro tuyo sin pedir siquiera permiso. ¡Así, sin más ni más!.”

“Es bueno que se queden un tiempo porque te ayudan a reflexionar. A repasar viejos errores. A sacar el cálculo de lo que has hecho bien. De lo que  hiciste francamente mal”
“Pero cuando las cuentas están saldadas, cuando logras recuperar no sin dolor, el equilibrio y aprendes a pedir perdón, a prometer que jamás te darás de cabezazos contra la pared por lo que NO has  hecho mal, cuando nivelas tu alma, tu conciencia y tu cuerpo, recuperas la fe en ti misma y sobre todo la seguridad, es tiempo de dejar esa puerta entreabierta que ves allí, para que recojan lo poco que han traído y tan sorpresivamente como han llegado entiendan que se deben marchar”