No siempre. Tampoco día sí,
día no. Pero en algunas ocasiones, mi amiga me pedía si podía ir hasta su casa
para quedarme con su hija.
Elisa tenía dos
trabajos. Su marido, había fallecido ni bien nacer la chiquita, víctima de un
infarto que no vino solo y sin que nadie
lo esperara, sino prendido a la falta de trabajo, el exceso de
preocupaciones, el estrés. La rabia y el rencor.
Sin embargo, ellas
parecían haberse fabricado un mundo aparte, no libre ni exento de agobios, pero
a su manera eran felices con lo poco que tenían – y lo mucho que a Elisa le
había costado conseguir- apartadas de esa espiral de negatividad que el hombre
había querido legarles y de milagro no lo consiguió.
El apartamento donde
vivían era pequeño, cálido, acogedor.
Con una luz que enceguecía sin que el sol se colara
eternamente por ventanas y celosías. Había algo más allí. Era como si una
inmensidad de colores, sobre todo al caer la tarde o cuando amanecía se citaban para charlar sin prisas ni
agobios, citándose “hasta mañana” ni bien las sombras se iban alargando bostezando de pereza hasta el momento del “chau” o del adiós.
María tenía seis años.
El pelo color azabache y rizado. Unos ojos vivaces pendientes de todo lo que se
movía a su alrededor.
También una risa
contagiosa. El don del “parloteo”
constante con sentido. La magia en dedos pequeños que se deslizaban
acariciando un oso de peluche, un trozo de tela. Un bolígrafo que caía rendido
a sus encantos. Una noria que nunca se detenía gracias a su constancia por mantenerla siempre viva. Una vocecita
dulce y cantarina que apenas se dejaba oír solo cuando su dueña le daba permiso para hablar.
Cuando traspasaba el
umbral, siempre – pero siempre- pedía que me descalzara “para escuchar lo que
te dicen tus pasos”, y cogiéndome de la
mano me conducía a su cuarto que era tal
y cual como ella: una explosión de vivacidad, con cuadros pintados “por mí” –susurraba como si yo no lo supiera-, folios escritos con letra pequeñita sostenidos por chinchetas en las paredes y
“unos poemas preciosos que me dio por
escribir hoy”.
Sobre una mesa –que vio
mejores tiempos- de pino y alargada, descansaba su gran tesoro. Una casa de
muñecas de varias plantas con la que “jugábamos” sin cansarnos nunca y varios
personajes articulados que iba colocando a su antojo cambiándolos de sitio y
lugares, también de postura y posición.
Una tarde que la colocamos en el suelo para poder jugar mejor, muy formal dijo: “el papá
está “enfadao” ¿lo ves? La mamá ni siquiera lo sabe porque se ha echado en el sofá
con la tele encendida aunque no la ve, se ha dormido de cansancio y la “peque”
está triste porque allí no hay risas, ni charlas, ni música, ni buen humor”.
“¿Y entonces qué
hacemos?”, le pregunté muy seria, “porque algo hay que hacer ¿no?”. Se levantó
de prisa y corriendo, revolviendo en una caja de lápices de colores, ceras y crayons volvió volando a su sitio.
“Shhh”, dijo poniéndose
un dedo sobre los labios. “Vamos a cerrar los ojos y pediremos que usen su
imaginación, mientras nosotras los ayudamos”. Y ahí mismo comenzó a perfilar
sonrisas donde había gestos mustios, cogió un enorme cartón blanco y pintó un
sol que colocó como si estuviera “asomando la nariz” porque “es de mentira y
allí no hay sol”.
Con una nuez diminuta
hizo un puff mullido donde colocó un
microscópico libro a los pies de “la mamá” y a la “peque” corriendo de arriba
abajo, armando bulla, cantando a todo pulmón.
Me levanté despacio de
mi sitio y mirándolo en perspectiva ¡era tan real, tan cierto que todo se veía
mejor!. No tuve tiempo de comentárselo, porque ahí saltó ella: “cuando en esta
casa hay tristeza y se me pega aquí – señaló el estómago- le digo que se vaya
usando esto (y le tocó el turno a la cabeza).
“Pido y pido que se aleje pronto, sueño que cambio todo, miro como me gustaría ser y entonces me veo como una exploradora como las que salen en las pelis, que curo a un señor enfermo, que soy astronauta y estoy lejos de aquí o una de esas que dan vueltas en un trapecio como vi una vez en un circo”, agregó encogiéndose de hombros deleitándose con la visión.
“Pido y pido que se aleje pronto, sueño que cambio todo, miro como me gustaría ser y entonces me veo como una exploradora como las que salen en las pelis, que curo a un señor enfermo, que soy astronauta y estoy lejos de aquí o una de esas que dan vueltas en un trapecio como vi una vez en un circo”, agregó encogiéndose de hombros deleitándose con la visión.
“¿Y sabes una cosa?”,
insistió mirándome a los ojos. “Ahora sé que no es posible porque soy muy
chiquita. Pero cuando crezca, cuando sea mayor, estoy segura que tooodoooo
(alargó la palabra) lo que quiera voy a conseguirlo porque me llamo María
(deletreó despacio su apellido). Porque sé que puedo, y porque sé quien soy”.