Corrían los 80. Era la época del “Flower
Power” . El grito propio. Las ansias de libertad. El sorprenderse ante un mundo
que había dado un vuelco tan
impresionante y repentino que apenas había tiempo de reaccionar.
Corrían los 80 y nos “uniformamos” con pantalones pata de elefante. Palazzos. Faldas
largas. Estampados “Liberty”. Sombreros y gafas de sol enorme que nos
parapetaban y rechazaban de forma obstinada que giráramos la vista atrás.
Era el tiempo de sandalias
de cuero artesanales, bolsos en bandolera
desflecados, amor sin “escondrijos” que lo ampararan, silencios que se
convertían en torrentes de palabras.
Tiempos de bullicio.
Tiempos de paz.
Por entonces, solía ir a casa de una amiga los fines de
semana a estudiar. Y los estudios se convertían en tertulias, charlas
interminables que se prolongaban hasta la madrugada. “Arreglábamos el mundo”
sin titubeos y con decisión. Sin miedo y sin prejuicios, extendiendo la mano de
manera ilimitada y con absoluta bondad.
La madre de Ana – así se llamaba mi íntima- era una mujer
mayor – más de sesenta y pico- pero con una juventud a flor de piel imposible
de describir o imitar.
Todavía recuerdo los
pies descalzos de Natasha (“mamá postiza” de cada una de nosotras) y la forma en que los deslizaba sobre el
suelo casi sin oírla andar. Su risa que
contagiaba frescura. Sus enormes ojos azules. Su pelo rubio recogido en una
trenza, y su cabeza erguida que solamente “doblegaba” ante las artesanías en
las que trabajaba para después vender en una feria a pocas calles del lugar.
Una tarde de sábado, me senté a su lado en el suelo para ver
como sus manos entrelazaban con una rapidez increíble, trozos de gamuzas, hilos de colores, cuentas y
piedras minúsculas que hilaba con una habilidad especial.
Antes de finalizar la pulsera que estaba fabricando, una y
otra vez, echaba ojo a una puerta que
daba a un pasillo infinitamente largo que desembocaba en la entrada, mirándolo
insistentemente con un interés especial.
Le pregunté entonces si esperaba a alguien…y me clavó los
ojos con una mirada tan lánguida, tan fuerte y tan especial que preferí guardar
silencio. Solo la quise escuchar.
“En mi país – Alemania- pero sobre todo en el pueblo donde
nací, tenemos una leyenda que nos encanta a veces recordar”, dijo con una voz
muy suave. “La nostalgia, la tristeza y
la depresión siempre van de la mano y es bastante complicado intentar que nos
dejen de acompañar. Es toda una faena deshacerse de ellas porque están muy a
gusto en nuestro interior ¿haciéndonos
daño? ¡Mucho más!”
“Pero es cuestión de tiempo y valentía. De “abrirles la
puerta” pero mirar más que bien para comprobar que no traen ni mochila ni
equipaje. Ni maletas, ni cajas con trastos que arrastran de “épocas pasadas”
para instalarse dentro tuyo sin pedir siquiera permiso. ¡Así, sin más ni más!.”
“Es bueno que se queden un tiempo porque te ayudan a
reflexionar. A repasar viejos errores. A sacar el cálculo de lo que has hecho
bien. De lo que hiciste francamente mal”
“Pero cuando las cuentas están saldadas, cuando logras recuperar no sin dolor, el equilibrio y
aprendes a pedir perdón, a prometer que jamás te darás de cabezazos contra la
pared por lo que NO has hecho mal,
cuando nivelas tu alma, tu conciencia y tu cuerpo, recuperas la fe en ti misma
y sobre todo la seguridad, es tiempo de dejar esa puerta
entreabierta que ves allí, para que recojan lo poco que han traído y tan
sorpresivamente como han llegado entiendan que se deben marchar”
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