CARPE DIEM (Horacio 65aC-8aC) “Toma este día como si no fuera a existir el siguiente”

miércoles, 21 de mayo de 2014

EL SELLO INVISIBLE



Son muchas las veces en que pienso, que todos nacemos con un Sello Invisible “camuflado” o escondido bajo el cuerpo.
Si me preguntáis por donde comenzar a buscarlo, si puedo dar algún rastro o pista, la contestación es “No”. Solo imagino que antes de venir al mundo Alguien (tampoco sé quién) se ocupa de seleccionarnos con meticulosidad, eligiéndonos, diciendo: “éste sí”, éste… tal vez…” o al siguiente le aparta a un costado para pensárselo mejor.

A muchos, desde el primer berrido, la vida no nos ha resultado fácil.
No  transitamos por caminos de rosas, sino plagados de espinas. No conocimos las palmadas en la espalda (salvo casos contados con los dedos de una mano) , sino más bien bofetones e “intentos” – que quedaron en eso o a veces llegaron a buen puerto- intentos de humillación.

No sabemos, aquellos “elegidos”, de ascensos meteóricos. Ni enchufes continuos. Dinero a raudales. Tampoco disfrutamos de una sólida posición.

Fuimos creciendo forjados a la luz del yunque y hierro. De golpes sobre la fragua. Desilusiones. Caídas y remontadas. Decepciones y alegrías. Pero sobre todo, nos moldeamos en la honestidad, el valor de la palabra. La necesidad imperiosa de tener a nuestro lado un amigo que jamás nos dio la espalda. Del compañero/a que con ternura, paciencia e insistencia nos conquistó el corazón. Del sentido del deber y  de la enorme importancia que tiene el honor.

Hay otros, que en contrapartida lo tienen todo, o eso al menos creemos.
Holgura económica. Incondicionales a puñaos que desaparecen en cuanto asoma el primer nubarrón. Hijos excelentes y brillantes, genios sin descubrir, con una blandura en el alma que provoca escozor.

Y enormes casas que solo escuchan pasos silenciosos.
Y paredes en las que retumba el eco de su voz.
Y una soledad inmensa difícil de paliar.
Rabia y celos por tener lo que otros tienen – aunque sea mínimo- y una envidia que les carcome el alma, al comprobar la entereza que los demás enarbolan y ellos rotundamente no…

Son los primeros que caen y no atinan a ponerse de pie.
Son los que no tienen ni idea como empuñar el hacha, la maza o el martillo, para romper el caparazón.

Los que viven angustiados preguntándose: “¿vale la pena vivir así?, ¿por qué lo tengo todo y no tengo nada? ¿a quién se le habrá ocurrido diseñarme como soy?”.

Por eso en infinidad de ocasiones pienso que algo o Alguien, está detrás nuestro antes de pisar la tierra.

Alguien que nos pone un sello invisible bajo la piel que nos hace fuertes, vulnerables, tímidos u osados.

Auténticos o con doble faz.

Dispuestos a pelear o a atrincherarnos esperando el momento de “espiar si todo ha pasado” para asomar la nariz cuando despeja.

Si fuese así como pienso, si estoy en lo cierto, sé que no soy la única sino que hay miles y miles, millones de personas, que llevan con orgullo la “marca” de nacimiento que nos hace ser diferentes, especiales y combativos aunque la lucha constante y el sacrificio sean nuestra eterna opción.









martes, 6 de mayo de 2014

"LA PIEL QUE HABITO"



Tres timbres cortos. Uno largo. Esa es la contraseña para darle a conocer a mi amigo del que muchas veces hablé – médico psiquiatra, psicólogo, eterno bohemio que acaricia los “setenta y muchos” con una cabeza envidiable y la sabiduría de un tibetano – que ya he llegado a su portal y estoy dispuesta a subir.

Tarda en responder y me sobresalto. Pero la respuesta corta y seca del telefonillo me hace reaccionar y subo los escalones de prisa, de dos en dos hasta llegar a su apartamento donde la puerta está entornada –rarísimo- y solo escucho pasos pequeños acompañados de un “toc, toc” como si algo golpeara contra muebles, mesas, sillones o paredes que devuelven el sonido: “toc, toc”…

Está allí de pie, erguido y desafiante. Se ha colocado un pañuelo de colores oscuros a modo de venda sobre los ojos y una de sus manos – la derecha- empuña con firmeza un palo (creo que es roble o algo similar) tanteando los objetos que hay a su alrededor.

-“¿Qué haces?”, le pregunto intrigada después que me saludara por mi nombre, algo que no alcanzó a comprender ya que ni siquiera me vio.

-“Optimizándome”, contesta con una sonrisa al tiempo que me coge del brazo y pide que le guíe hasta un sillón (su preferido, donde generalmente lee, escucha música, garabatea frases y notas que después pasará en limpio y esconderá con mimo en un cajón)

Sin esperar a que siga preguntando, contesta con un: “no estoy loco, al menos de momento, y espero seguir cuerdo hasta el día en que “me vea obligado” (porque tendrán que obligarme, recalca) a despedirme y decir adiós”.

Hay un silencio, incómodo y espeso, diría, que solo interrumpe un claxon lejano, murmullos que no sé de donde proceden y ni siquiera prestando al máximo  atención alcanzo a hilvanarnos en una frase.

“A veces, cuando compruebo que la gente se queja en balde, me encantaría pedirles que  hicieran este ejercicio de reflexión para entender que es lo que tienen, que les faltará si  lo pierden, que infinidad de motivos tienen ¡tan cerca!, para sentirse satisfechos, plenos ¿felices? ¿por qué no?”.

“Tapándome los ojos y caminando a oscuras sin ver absolutamente nada de lo que me rodea, siento “la piel que habito” y me reconozco tal cual soy. Adivino que hay surcos nuevos donde no deberían estar, muescas imperceptibles y rugosidades que forman parte de mi vida, de aquel que fui y ya no voy a recuperar pero me hablan de un pasado bueno, malo, regular, o más que estupendo y  susurran al oído en quien me he convertido hoy”.

“Y camino por la casa sin intuir donde he dejado mi pipa. Si está funcionando o apagado mi ordenador. Si me he olvidado la cafetera en el fuego o la corriente se ha llevado el fuego y ya no queda ni calor”.

“Golpeo las paredes con fuerza, esquivo alfombrillas que ni sé quien ha puesto ahí para hacerme una zancadilla, huelo con la nariz en pico (mira hacia arriba alzando la cabeza) si “Lacan” – su gato “adolescente”- está cerca observándome, tomo la total y real dimensión de lo que me rodea”.

“Perder la visión aunque sea unos minutos, me hace recobrar la conciencia de lo dichoso que soy al poder disfrutar de lo que creía perdido, de anticiparme a lo que todavía no he descubierto, a tomar conciencia que estoy ¡aquí! ¡vivo, aunque con achaques sano!.

A “optimizarme”.
A reconocer, una vez más “la piel que habito”.
A disfrutar hoy, de todo lo que tengo y alguna vez puede esfumarse.
A no lamentarme por lamentarme.
A aceptarme y dar gracias por no tener que depender de nadie y valerme por mí mismo.
A dar gracias por lo que soy…”








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