Tres timbres cortos. Uno largo. Esa es la contraseña para darle a conocer a
mi amigo del que muchas veces hablé – médico psiquiatra, psicólogo, eterno
bohemio que acaricia los “setenta y
muchos” con una cabeza envidiable y
la sabiduría de un tibetano – que ya
he llegado a su portal y estoy dispuesta a subir.
Tarda en responder y me sobresalto. Pero la respuesta
corta y seca del telefonillo me hace
reaccionar y subo los escalones de prisa, de dos en dos hasta llegar a su
apartamento donde la puerta está entornada –rarísimo- y solo escucho pasos
pequeños acompañados de un “toc, toc” como si algo golpeara contra muebles,
mesas, sillones o paredes que devuelven el sonido: “toc, toc”…
Está allí de pie, erguido y desafiante. Se ha colocado
un pañuelo de colores oscuros a modo de venda sobre los ojos y una de sus manos
– la derecha- empuña con firmeza un palo (creo que es roble o algo similar) tanteando los objetos que hay a su
alrededor.
-“¿Qué haces?”, le pregunto intrigada después que me saludara
por mi nombre, algo que no alcanzó a comprender ya que ni siquiera me vio.
-“Optimizándome”, contesta con una sonrisa al tiempo
que me coge del brazo y pide que le guíe hasta un sillón (su preferido, donde
generalmente lee, escucha música, garabatea frases y notas que después pasará
en limpio y esconderá con mimo en un cajón)
Sin esperar a que siga preguntando, contesta con un:
“no estoy loco, al menos de momento, y espero seguir cuerdo hasta el día en que “me vea obligado” (porque tendrán que obligarme,
recalca) a despedirme y decir adiós”.
Hay un silencio, incómodo y espeso, diría, que solo interrumpe un claxon lejano, murmullos que no sé de donde proceden y ni siquiera
prestando al máximo atención alcanzo a
hilvanarnos en una frase.
“A veces, cuando compruebo que la gente se queja en balde, me encantaría pedirles que hicieran este ejercicio de reflexión para
entender que es lo que tienen, que les faltará si lo pierden, que infinidad de motivos tienen
¡tan cerca!, para sentirse satisfechos, plenos ¿felices? ¿por qué no?”.
“Tapándome los ojos y caminando a oscuras sin ver
absolutamente nada de lo que me rodea, siento “la piel que habito” y me
reconozco tal cual soy. Adivino que hay surcos nuevos donde no deberían estar,
muescas imperceptibles y rugosidades que forman parte de mi vida, de aquel que
fui y ya no voy a recuperar pero me hablan de un pasado bueno, malo, regular, o
más que estupendo y susurran al oído en
quien me he convertido hoy”.
“Y camino por la casa sin intuir donde he dejado mi
pipa. Si está funcionando o apagado mi ordenador. Si me he olvidado la cafetera
en el fuego o la corriente se ha llevado el fuego y ya no queda ni calor”.
“Golpeo las paredes con fuerza, esquivo alfombrillas
que ni sé quien ha puesto ahí para hacerme una zancadilla, huelo con la nariz en pico (mira hacia arriba
alzando la cabeza) si “Lacan” – su gato “adolescente”- está cerca observándome,
tomo la total y real dimensión de lo que me rodea”.
“Perder la visión aunque sea unos minutos, me hace
recobrar la conciencia de lo dichoso que soy al poder disfrutar de lo que creía
perdido, de anticiparme a lo que todavía no he descubierto, a tomar conciencia
que estoy ¡aquí! ¡vivo, aunque con
achaques sano!.
A “optimizarme”.
A reconocer, una vez más “la piel que habito”.
A disfrutar hoy, de todo lo que tengo y alguna vez
puede esfumarse.
A no lamentarme por lamentarme.
A aceptarme y dar gracias por no tener que depender de
nadie y valerme por mí mismo.
A dar gracias por lo que soy…”
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