CARPE DIEM (Horacio 65aC-8aC) “Toma este día como si no fuera a existir el siguiente”

jueves, 19 de junio de 2014

FORMATEAR Y RESETEAR


A veces, sobre todo cuando se me da por divagar, juro que miro el ordenador y me pregunto “¿quién habrá allí dentro? ¿Qué extraños personajes se mueven con sigilo en las entrañas de este aparato?
¿Recelarán unos de otros quienes caminan por esos pasillos desconocidos? ¿Harán de la falsedad su arma cotidiana?
¿Echarán mano de ella para alabar al desprevenido con sus lisonjas, hablar pestes de ellos en cuanto se dan la vuelta, para estar “bien con Dios y con el Diablo” ya que todo es válido con tal de paliar su soledad?

Cuando vuelvo a poner los pies en la tierra y espabilo, saco conclusiones y es inevitable reflexionar en parecidos y diferencias que nos hermanan y separan a ambos.

Mi ordenador calla y acepta que mis dedos vuelen sobre el teclado intentando despejar mis dudas, acercándome a una velocidad vertiginosa a quienes están “al otro lado del charco” y aún más allá.

Soporta estoico que le dé golpecitos de satisfacción cuando doy por finalizada la tarea, apago y repito un “hasta mañana” silencioso, y también otros un poco más severos, algo más “inquietos” cuando se empecina en no funcionar.

Tiene una paciencia infinita. Una discreción que escapa a toda regla. Jamás, dirá una sola palabra de mis secretos –aunque en estos tiempos que vivimos donde “saben lo que hacemos y lo que no”, afirmar esto me sueña a ilusorio, me da que pensar-.

Aguanta estoico el paso del tiempo. Ni siquiera se le mueve un pelo cuando alguien disfraza su perfil y me cuenta historias que ni ellos mismos creen. Batallas imposibles que jamás ganaron y merced a la tecnología logran pergeñar.
Como no tiene “alma” - ¿no la tiene?- jamás frunce el entrecejo ni se indigna ante la injusticia cotidiana que desfila ante sus ojos. No tiene alma. Vale. Deduzco que no me equivoco y más, a una máquina no se le puede pedir, ni mucho menos reprochar.
Pero cuando dice “hasta aquí hemos llegado”, es difícil que dé marcha atrás porque ser tan transparente, fiel, leal, incondicional tiene un coste y un precio: decir basta sin echar la mirada atrás.

Y ya no valdrán de nada los años pasado juntos. Ni las carcajadas a dúo. Ni las lágrimas que enjugó sin decir palabra. Ni los “consejos” que nos dio activando un mensaje para ponernos sobre aviso de lo que ocurriría si traspasábamos lo que nos explicaba el manual.

Y un buen día te sientas frente a él, aprietas un botón y la pantalla se ha vuelto negra. Ni un solo botón responde a tus órdenes. Compruebas que tu compañero de andanzas, extenuado, ha dejado de seguirte.

Que indefectiblemente el tiempo pasa y tanto él como tú han cambiado y no hay modo de volver a coincidir ni compartir, ni a ser colegas ni cómplices de alegrías, ya no hay nada que te una, ni tampoco de qué hablar.

Y solo hay una opción para seguir adelante.
Una opción, dura y dolorosa como pocas que consiste en “Formatear”.
Eliminar todo el contenido de la unidad de almacenamiento”.
Darle un merecido descanso…y entonces “Resetear”…volver a iniciar el ordenador, libre de culpa y cargo. De acusaciones, reproches, cinismos o alabanzas.

¿Qué estoy diciendo?...¡Dios mío!.
Formatear.
Resetear.
Casi como sucede en la vida misma.
Casi” como sucede en la amistad…



miércoles, 4 de junio de 2014

EL COSACO



Nada me gustaba tanto como ver a mi abuela mirar de reojo los muebles de la antigua casa familiar. Observar con ojo clínico si las patas de las sillas estaban astilladas, las fundas sin ningún corte y en perfecto lugar.

Nada me gustaba tanto como verla alisar con la mano la tela de pana verde oscura que tapizaba el viejo sofá, comprobando los  reflejos a pelo y contrapelo, claros y más oscuros, que jugueteaban con los rayos de sol.

Pero si algo realmente me fascinaba era cuando deteniéndose en la banqueta que apenas tenía una rozadura, un pequeño raspón, un cortecito de nada me pedía: “llévasela “al cosaco” para que la arregle”.

Y para allí me iba yo, con el corazón latiendo a un ritmo desenfrenado y con la ilusión de entrar en el taller de ese personaje tan especial, tan rico en anécdotas, tan entrañable y  duro a la vez.
A ese inconmensurable contador de historias. Filósofo. Psicólogo a pie de calle. Artesano de los que ya no existen. Empedernido labrador.

“Stenka” era su nombre, y cuando lo pronunciaba con voz ronca  derrochaba a partes iguales orgullo y dolor. ¿Edad? Indefinida, aunque por esas épocas yo le veía muy viejo, demasiado mayor con su pelo recogido en una coleta, sus botas de cuero blando –que no se quitaba ni en verano cuando el calor era insoportable- sus gafitas redondas resbalando sobre el puente de la nariz y ese perfume fresco, que aún hoy no puedo definir: a pasto, hierba salvaje, brisa marina…que no  he descubierto con el paso de los años y  ni aún hoy.
El taller de Stenka era un mundo maravilloso para cualquier niño. Todas las herramientas estaban colocadas en el mismo sitio y alineadas por tamaño. Una rueca “desmantelaba” gruesos hilos hasta convertirlas en finas hebras para dar puntadas certeras rematando un trabajo, o pequeñas e invisibles que resultaban imposibles de descubrir en una obra mayor.

En una de las paredes, colgaba el “Nagaika”, una especie de látigo o fusta, que según me contó en varias ocasiones para él no tenía secretos y esa larga lengua de cuero trenzado no solo hería, lasceraba,  dejaba cicatrices,  sino que era capaz de seccionar la cabeza a cualquiera que intentara sobrepasar límites, adueñarse de lo ajeno, o algo peor.

Pero su juguete preferido era una “perinola”, una peonza pequeñita artesanal que su bisabuelo le había regalado, probablemente cuando tenía mi edad y que él atesoraba con auténtico amor.

En más de una ocasión, llegaba hasta su lugar de trabajo con algunas de las cosas que me entregaba mi abuela para que arreglara y lo pillaba sentado enroscando despacio la cuerda a la peonza, lanzándola a ras del suelo mientras observaba con una sonrisa cual era su evolución.

Una tarde en la que me acurruqué para que no advirtiera mi presencia- ¡tonta de mí, supo que estaba allí aún antes de verme- sin quitar los ojos de la peonza,me dijo en voz casi inaudible.

“Esto es más que un juego o un entretenimiento. Esto es la el devenir de la vida. Fíjate que cuando naces,   durante los primeros años no te enteras de nada o te enteras de poco. Giras y giras sobre un mismo centro sin prestar atención a lo que se mueve a tu alrededor ¿lo ves?, como ella lo está haciendo” explicó señalando el juguete.

“Pasa el tiempo y la cuerda se gasta, se hace trizas, hay que cambiarla una, otra y otra vez pero la vuelves a utilizar, la lanzas sobre el pavimento y ya no “responde” como antes. Está “desanimada”, falta de esperanzas, sumida en la negrura, arrumbada en un rincón sintiéndose increíblemente sola y olvidada”.

“Pero un buen día”, continúo, “no me preguntes porqué, cómo o quien lo decide porque no sabría responderte, alguien llega y la rescata, le quita las motas de polvo restregándola contra sus pantalones o su falda, le saca brillo con un paño. La anima a seguir “danzando” sobre su eje. Corta hilos que ya no sirven y los reemplaza por otros nuevecitos". 

"Y entonces la peonza vuelve a renacer. A estrellarse contra las paredes con vigor.
A incorporarse,  ponerse de pie, abrir los brazos a un futuro que puede ser incierto  o tal vez mejor.
Porque después de lo pasado, después del olvido, mucho más allá de la tristeza y la opresión, al  ser rescatada en el momento justo y preciso a nada teme porque ha entendido que  todo pasa y todo llega".
"También la tremenda puntada de la frustración…"