Nada me gustaba tanto
como ver a mi abuela mirar de reojo los muebles de la antigua casa familiar.
Observar con ojo clínico si las patas de las sillas estaban astilladas, las
fundas sin ningún corte y en perfecto lugar.
Nada me gustaba tanto
como verla alisar con la mano la tela de pana
verde oscura que tapizaba el viejo sofá, comprobando los reflejos a pelo y contrapelo, claros y más
oscuros, que jugueteaban con los rayos de sol.
Pero si algo realmente
me fascinaba era cuando deteniéndose en la banqueta que apenas tenía una rozadura, un
pequeño raspón, un cortecito de nada me
pedía: “llévasela “al cosaco” para que la arregle”.
Y para allí me iba yo,
con el corazón latiendo a un ritmo desenfrenado y con la ilusión de entrar en
el taller de ese personaje tan especial, tan rico en anécdotas, tan entrañable y duro a la vez.
A ese inconmensurable contador de historias. Filósofo. Psicólogo a pie de calle. Artesano de los que ya no existen. Empedernido labrador.
A ese inconmensurable contador de historias. Filósofo. Psicólogo a pie de calle. Artesano de los que ya no existen. Empedernido labrador.
“Stenka” era su nombre,
y cuando lo pronunciaba con voz ronca derrochaba a partes iguales
orgullo y dolor. ¿Edad? Indefinida, aunque por esas épocas yo le veía muy
viejo, demasiado mayor con su pelo recogido en una coleta, sus botas de cuero
blando –que no se quitaba ni en verano cuando el calor era insoportable- sus
gafitas redondas resbalando sobre el puente de la nariz y ese perfume fresco,
que aún hoy no puedo definir: a pasto, hierba salvaje, brisa marina…que no he
descubierto con el paso de los años y ni aún hoy.
El taller de Stenka era
un mundo maravilloso para cualquier niño. Todas las herramientas estaban
colocadas en el mismo sitio y alineadas por tamaño. Una rueca “desmantelaba” gruesos hilos hasta convertirlas en finas
hebras para dar puntadas certeras rematando un trabajo, o pequeñas e invisibles
que resultaban imposibles de descubrir en una obra mayor.
En una de las paredes,
colgaba el “Nagaika”, una especie de látigo o fusta, que según me contó en
varias ocasiones para él no tenía secretos y esa larga lengua de cuero trenzado
no solo hería, lasceraba, dejaba cicatrices, sino que era capaz de seccionar
la cabeza a cualquiera que intentara sobrepasar límites, adueñarse de lo
ajeno, o algo peor.
Pero su juguete
preferido era una “perinola”, una peonza pequeñita artesanal que su bisabuelo
le había regalado, probablemente cuando tenía mi edad y que él atesoraba con
auténtico amor.
En más de una ocasión,
llegaba hasta su lugar de trabajo con algunas de las cosas que me entregaba mi
abuela para que arreglara y lo pillaba sentado enroscando despacio la cuerda a la peonza, lanzándola a ras del suelo mientras
observaba con una sonrisa cual era su evolución.
Una tarde en la que me
acurruqué para que no advirtiera mi presencia- ¡tonta de mí, supo que estaba
allí aún antes de verme- sin quitar los ojos de la peonza,me dijo en voz casi
inaudible.
“Esto es más que un juego o
un entretenimiento. Esto es la el devenir de la vida. Fíjate que cuando naces, durante los primeros años no te enteras de nada o te
enteras de poco. Giras y giras sobre un mismo centro sin prestar atención a lo
que se mueve a tu alrededor ¿lo ves?, como ella lo está haciendo” explicó
señalando el juguete.
“Pasa el tiempo y la
cuerda se gasta, se hace trizas, hay que cambiarla una, otra y otra vez pero la
vuelves a utilizar, la lanzas sobre el pavimento y ya no “responde” como antes.
Está “desanimada”, falta de esperanzas, sumida en la negrura, arrumbada en un
rincón sintiéndose increíblemente sola y olvidada”.
“Pero un buen día”,
continúo, “no me preguntes porqué, cómo o quien lo decide porque no sabría
responderte, alguien llega y la rescata, le quita las motas de polvo
restregándola contra sus pantalones o su falda, le saca brillo con un paño. La
anima a seguir “danzando” sobre su eje. Corta hilos que ya no sirven y los
reemplaza por otros nuevecitos".
"Y entonces la peonza vuelve a renacer. A estrellarse contra las paredes con vigor.
A incorporarse, ponerse de pie, abrir los brazos a un futuro que puede ser incierto o tal vez mejor.
Porque después de lo pasado, después del olvido, mucho más allá de la tristeza y la opresión, al ser rescatada en el momento justo y preciso a nada teme porque ha entendido que todo pasa y todo llega".
"También la tremenda puntada de la frustración…"
"Y entonces la peonza vuelve a renacer. A estrellarse contra las paredes con vigor.
A incorporarse, ponerse de pie, abrir los brazos a un futuro que puede ser incierto o tal vez mejor.
Porque después de lo pasado, después del olvido, mucho más allá de la tristeza y la opresión, al ser rescatada en el momento justo y preciso a nada teme porque ha entendido que todo pasa y todo llega".
"También la tremenda puntada de la frustración…"
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