Era
matemático, siempre lo hacía, y no me cansaba de observarla.
A esta
altura todavía me pregunto si eran manías de
anciana, tics o
sencillamente hábitos de los que no pretendía desprenderse, aunque
ella – sonriendo al ver que la miraba con insistencia- repetía:
“ya ves…la cosa es no perder la costumbre”.
Sé que a
veces la depresión podía con ella. Y
por las noches, antes de dormirse rezaba mil veces la misma oración.
Y que en infinidad de ocasiones, ayudándola a hacer la cama,
encontraba bajo la almohada su pañuelo – blanco, bordado con un
festón y unas rosas tan pequeñas que solo eran “visibles” al
tacto- mojado de lágrimas.
Pero
invariablemente, mi abuela, lloviera o tronara, siempre se levantaba
con una sonrisa. Siempre, “porque el mal humor llegará durante lo
que queda del día”, solía explicar.
Encendía el
fuego en la cocina – “para entibiarla y hacer el sitio más
acogedor”- ponía la radio aunque fuese bajita
“me hace sentir que hay mucha gente a mi
alrededor”, y tarareaba melodías secretas en un susurro que juro
no haber escuchado en ninguna otra boca y ella lo explicaba con un:
“es algo así como un mantra para darme ánimos, estoy convencida
que si yo no me lo doy…”.
Mi abuela
era inteligente, aunque apenas había terminado los estudios
primarios. Aguda. Incisiva. Veloz – a pesar de su eterna pelea con
los huesos-.
Mi abuela
era una luz brillante por si misma que iluminaba la habitación.
Y era
bondadosa y sabia, sobre todo cuando llegaba el momento de dar una
explicación.
“Cuando
pierdes la costumbre”, repetía, “poco a poco te vas encerrando
en ti mismo y aunque se ha dicho muchas veces “dejas para mañana
lo que puedes hacer hoy”.
“Vas
alejándote de los conocidos porque: “la última vez fui yo la que
les llamé, ahora les toca a ellos”, y así esa gente – que estoy
segura piensa lo mismo- pasa a ocupar un tercer o cuarto lugar en tu
corazón.
No te pones
guapa porque total, la única que se mira y ve lo que hay soy yo ”
“Cuando
pierdes la costumbre, tu único viaje es el de ida y vuelta a la
nevera para sentarte después frente al televisor.
Tu cerebro
malévolamente te hace creer “que hay que dar todo por sentado”.
Entonces dejas de decir: “no sabes cuánto te quiero”, “necesito
de tu abrazo”, “consuélame, que más no puedo”. ¿Puedo
ayudarte?. Si llorar sobre mi hombro, te sentirás mejor”
O te “puede
saltar de alegría” el espíritu, cuando los amigos te invitan a su
casa, pero unas horas antes de salir te repites: “¡qué pereza!
¡con lo a gustito que estaba aquí yo”.
“Cuando
pierdes la costumbre te empiezan a crecer telarañas invisibles que
te amarran a aquel sofá o a este sillón.
“No
cuentas la verdad de lo que te sucede porque no quieres alarmar, y a
la única que te entra pánico y no encuentras la salida eres tú
misma… eres “vos”.
“Poco a
poco te vas aislando, y das brochazos de colores grises a tu
expresión. Te vuelves taciturna, frunces el entrecejo sin apenas
darte cuenta y la sonrisa se vuelve amargo gesto de rechazo con un
toque de dolor”.
“Por eso,
apenas me despierto, me regaño en voz bajita: “no por rutina
María, pero saluda al día con una sonrisa, muéstrale a la vida tu
empatía y que tenga bien en claro, que si “te la pone difícil”
aquí te encontrará dispuesta a luchar y enfrentarte a lo que sea,
porque “no has perdido la costumbre” de ser guerrera, madre,
amante, temporal, carrusel incasable y ciclón”.
“Porque si llego a
“perder la costumbre”, sé que ya no habrá vuelta atrás para
aferrarla como sea…se habrá escapado y la única culpable habré
sido yo”…