CARPE DIEM (Horacio 65aC-8aC) “Toma este día como si no fuera a existir el siguiente”

viernes, 15 de agosto de 2014

CUANDO PIERDES LA COSTUMBRE...




Era matemático, siempre lo hacía, y no me cansaba de observarla.
A esta altura todavía me pregunto si eran manías de anciana, tics o sencillamente hábitos de los que no pretendía desprenderse, aunque ella – sonriendo al ver que la miraba con insistencia- repetía: “ya ves…la cosa es no perder la costumbre”.

Sé que a veces la depresión podía con ella. Y por las noches, antes de dormirse rezaba mil veces la misma oración. Y que en infinidad de ocasiones, ayudándola a hacer la cama, encontraba bajo la almohada su pañuelo – blanco, bordado con un festón y unas rosas tan pequeñas que solo eran “visibles” al tacto- mojado de lágrimas.
Pero invariablemente, mi abuela, lloviera o tronara, siempre se levantaba con una sonrisa. Siempre, “porque el mal humor llegará durante lo que queda del día”, solía explicar.

Encendía el fuego en la cocina – “para entibiarla y hacer el sitio más acogedor”- ponía la radio aunque fuese bajita “me hace sentir que hay mucha gente a mi alrededor”, y tarareaba melodías secretas en un susurro que juro no haber escuchado en ninguna otra boca y ella lo explicaba con un: “es algo así como un mantra para darme ánimos, estoy convencida que si yo no me lo doy…”.

Mi abuela era inteligente, aunque apenas había terminado los estudios primarios. Aguda. Incisiva. Veloz – a pesar de su eterna pelea con los huesos-.
Mi abuela era una luz brillante por si misma que iluminaba la habitación.
Y era bondadosa y sabia, sobre todo cuando llegaba el momento de dar una explicación.
Cuando pierdes la costumbre”, repetía, “poco a poco te vas encerrando en ti mismo y aunque se ha dicho muchas veces “dejas para mañana lo que puedes hacer hoy”.
Vas alejándote de los conocidos porque: “la última vez fui yo la que les llamé, ahora les toca a ellos”, y así esa gente – que estoy segura piensa lo mismo- pasa a ocupar un tercer o cuarto lugar en tu corazón.
No te pones guapa porque total, la única que se mira y ve lo que hay soy yo ”
Cuando pierdes la costumbre, tu único viaje es el de ida y vuelta a la nevera para sentarte después frente al televisor.
Tu cerebro malévolamente te hace creer “que hay que dar todo por sentado”. Entonces dejas de decir: “no sabes cuánto te quiero”, “necesito de tu abrazo”, “consuélame, que más no puedo”. ¿Puedo ayudarte?. Si llorar sobre mi hombro, te sentirás mejor”
O te “puede saltar de alegría” el espíritu, cuando los amigos te invitan a su casa, pero unas horas antes de salir te repites: “¡qué pereza! ¡con lo a gustito que estaba aquí yo”.

Cuando pierdes la costumbre te empiezan a crecer telarañas invisibles que te amarran a aquel sofá o a este sillón.
No cuentas la verdad de lo que te sucede porque no quieres alarmar, y a la única que te entra pánico y no encuentras la salida eres tú misma… eres “vos”.
Poco a poco te vas aislando, y das brochazos de colores grises a tu expresión. Te vuelves taciturna, frunces el entrecejo sin apenas darte cuenta y la sonrisa se vuelve amargo gesto de rechazo con un toque de dolor”.

Por eso, apenas me despierto, me regaño en voz bajita: “no por rutina María, pero saluda al día con una sonrisa, muéstrale a la vida tu empatía y que tenga bien en claro, que si “te la pone difícil” aquí te encontrará dispuesta a luchar y enfrentarte a lo que sea, porque “no has perdido la costumbre” de ser guerrera, madre, amante, temporal, carrusel incasable y ciclón”.

Porque si llego a “perder la costumbre”, sé que ya no habrá vuelta atrás para aferrarla como sea…se habrá escapado y la única culpable habré sido yo”…









viernes, 1 de agosto de 2014

ANTES...



¿Qué “todo tiempo pasado fue mejor”?. No lo sé.
Tampoco si “antes” todo era diferente. Porque mi “antes” tiene un principio. Un final. Un largo recorrido. Un volver aunque sea rozando con brochazos de nostalgia el punto de partida.

En mi “antes” hay una larguísima mesa con sillas que ahora están vacías. Y carcajadas. Y retos velados y no tan velados.
Discusiones y reproches.
Chiquillos que -ya son abuelos- correteando por los rincones. Otros que se han marchado quizás a un lugar desde donde nos espían divertidos orgullosos de lo mucho o poco que hemos logrado.

Antes, los mayores nos contaban que jamás pisaban los Bancos, desconfiaban de las promesas que les hacían los responsables. Guardaban el dinero debajo del colchón.
Ellos siempre tenían en la alacena, conservas, pastas secas, mermeladas y galletas, como si de un día para el otro se avecinara un tifón.

Las puertas de las casas siempre estaban abiertas para el amigo que necesitaba ayuda, un plato de comida. Cobijo y cariño. Consuelo. Un poco de comprensión

Antes la palabra que daban para cerrar un negocio valía más que una firma, un recibí, un talón.
Antes, aunque habían hablado de estafas brutales los mayores jamás habían probado la miel amarga de la corrupción.
Dudar era impensable. Confiar con los ojos cerrados a quien se mostraba transparente, honesto y honrado más que una convicción.

Recibir ropa en buen estado porque a tu prima le había quedado pequeña no era una ofensa, por el contrario, te hacía ilusión.

Vivíamos sin internet y escribíamos cartas interminables que temblaban en nuestras manos rogando que llegaran a destino, cuando estábamos a punto de que la engullera el buzón.

Los móviles no existían y las carreras para avisar desde una cabina (o un público) que “llegábamos un poquito más tarde y no se preocuparan”, eran pan de todos los días.

Fuimos creciendo poquito a poco y sin saltar etapas.
Fuimos madurando sin apenas notarlo.
Nos formamos sintiendo que era un triunfo cada conquista, cada reto, cada escalón que subíamos y lo hacíamos por amor propio, empeño y vocación.

Y lloramos como nunca pensamos que podríamos hacerlo, cuando nos dejaron plantadas, sin saber que nos volveríamos a enamorar de una manera loca, atrevida, imprudente, al conocer “al hombre” que nos rasguñó con paciencia el corazón.

Y fuimos felices.
Absolutamente felices con nuestros más y nuestros menos.
Enseñamos a nuestros hijos que el camino era luchar y aprender de los fracasos desconfiando del primer adulador.

Que tropezar no era caerse, sino trastabillar.
Que el “no” siempre lo tenían los demás como respuesta, y había que batallar muy duro para desterrar el no.

Tal vez por eso me gusta disfrutar de esos ramalazos del antes.
Quizás porque he aprendido que jamás hay que bajar la guardia. Que nada está perdido si te empeñas.

Que si la vida fuese tan sencilla, tan dulce y complaciente, no naceríamos llorando y lo hacemos irremediablemente cuando vemos la primera luz del mundo y cerramos los ojos para decir adiós.

(cora.lasso@hotmail.com)