Se abren. Se cierran.
Se entornan sin darnos
cuenta.
Descubrimos la primera
cuando recién abrimos los ojos a la vida y un cachete nos indica que es hora de
salir del nido y disponerse a pelear.
Van cambiando de tamaño
al tiempo que crecemos.
Son minúsculas,
pequeñas, insignificantes hasta que nos dicen “ya tienes uso de razón·”.
Y desde entonces nos
vemos obligadas a forzarlas para poder
entrar.
Hay puertas con las que
nos dan en las narices.
Lo hacen aún aquellos
que por cariño o mal entendida condescendencia - ¿admiración?- les hemos dejado
pasar antes de escabullirnos sin miramientos.
Esos “portazos” no se
olvidan con facilidad. Aunque no sangran a la vista producen un tremendo desgarro interior.
Existen puertas a las
que hay que golpear con insistencia.
Aquellas que sabemos
resguardan voces, reuniones, carcajadas y susurros. A las que nos está vedado traspasar…pero allí están
mientras nos repetimos: “ahora no…pero
¿mañana?” y nos retiramos suspirando
prometiendo que esa negativa cambiará a medida que avance nuestra
determinación.
Las puertas del afecto
se distorsionan y cambian de perfil a medida que cumplimos años. Son las que
resguardamos bajo siete llaves por haber dejado entrar a quien no lo merecía,
las que quedaron ventilándose eternamente
y nadie se percató.
Las que sostenemos con un candado flojo para que
“alguien” estire su mano y descubra la combinación.
Las puertas son
mágicas.
Impredecibles.
Nos sobresaltan con sus
estallidos.
Tienen el poder de
emocionarnos o deprimirnos.
De cambiarnos la vida
También de destrozarla
si no les prestamos atención
Por eso, no hay que tapiarlas,
ni relegarlas a un segundo plano.
Solo estar atento a su
chirrido – a veces casi inaudible- que nos “avisa”, nos observa, nos dice que están para abrirlas,
cerrarlas u olvidarlas sin más.
Y debemos dar ese paso
después de observar la imagen que nos
devuelve el espejo.
Después de constatar lo que fuimos, lo que queremos ser y el camino recorrido nos negó.
Apelando a nuestra
sinceridad, a nuestro coraje, amor
propio y decisión.
Sí. Las puertas son
mágicas.
Basta empujarlas
despacito para dejar que nos sorprenda con todo aquello que celosamente guardan
en su interior…
(cora.lasso@hotmail.com)
(cora.lasso@hotmail.com)