Aparecen y desaparecen
como si tuvieran vida propia.
Se van por un ratito o por un tiempo indefinido
que no es capaz de marcar ningún reloj.
Aunque uno esté
convencida que la última vez los dejó
allí mismo, en el penúltimo cajón a la izquierda, bien a la vista,
caprichosamente se retiran sin hacer ruido.
Como por arte de magia.
El foulard se ha
aburrido de colgar sus brazos
interminables en la misma percha y
se escabulle ¿junto a los jerséis? Aquella camiseta que empecinadamente usas hasta el infinito y has doblado sobre la silla ¿qué camino tomó?
Es inútil que busques.
Pongas el ropero patas arriba, es absolutamente inútil porque una mano
invisible – o tal vez los mismos objetos- se encargaron de acurrucarse hasta cuando se les antoje y asomen la nariz por el
hueco de cualquier cajón.
Extrañas similitudes de
las cosas que “se nos pierden” con los sueños que elaboramos. ¿Casualidades? ¡No existen! Nada está librado
al azar. Aunque desconozcamos quien se
encarga de ocultar las oportunidades, nos las arrebata, las hace disolver en el aire
cuando estaban al alcance de la mano y vuelven a convertirse en realidades, sin
motivo ni razón, todo parece estar cronometrado.
Y lo compruebas cuando
llegan galopando cuando menos lo esperas.
O tan, tan despacio que
sus cascos son inaudibles.
O las escuchas de forma
tan lejana y remota que supones que jamás estarán a tu lado.
O se desvanecen como
pompas de jabón.
Cuando no encuentras lo
que buscas, caes en el error de repetir: “las debo haber puesto en otro sitio,
ya aparecerán. La culpable soy yo”.
Y es verdad.
Se es culpable de
no remover cielo y tierra hasta
descubrir aquello que ha tenido vida propia y por pura inercia, desasosiego o
tediosa costumbre se ha planteado decir “chau” …”hasta luego” o “adiós”.
Se es culpable al
empuñar la maza y derribar tus sueños.
Se es culpable de hacer
añicos tu ilusión.
De ceder y no
perseguir.
De rendirse ante el
cien mil veces escuchado: “Imposible”. “No”.
Porque las cosas- como
el destino- mutan. Cambian. Se transforman. Se empequeñecen o se agigantan.
O se esfuman como por
arte de magia.
Y sólo uno mismo está
en condiciones de poner la rueca en
marcha, y agregarle eternamente si es necesario, el fuego de la esperanza
hasta que se planten delante y con su vocecita inaudible nos repitan: “Nunca me
fui, solo salí a dar un paseo…Aquí estoy…”
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