CARPE DIEM (Horacio 65aC-8aC) “Toma este día como si no fuera a existir el siguiente”

lunes, 18 de febrero de 2013

LA LLUVIA




Alguna vez había escuchado que “la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo”.
A sus sesenta y pico de años largos él no era viejo.
Tal vez mayor.

El primer hormigueo le aguijoneó  el brazo.
Cuando se extendió a la pierna, creció el presentimiento que algo iba mal, y se aterrorizó.

El puñetazo – fuerte, dolido, intenso - que dio en aquel despacho,   retumbó fuera de esas paredes como  balas de un cañón.

Vio la palidez en el rostro del tipo repeinado.
Sintió como  temblaba su voz al repetir como un mantra: “Te tienes que calmar amigo. Dentro de un tiempo  estará todo arreglado…confía, y deja que me ocupe de esto. Paciencia ¡por favor!”.
Las palabras que siguieron no  importaron.
Ni siquiera las escuchó.

Tuvo una tremenda necesidad de escapar de allí.
Desaparecer.
Esfumarse.
Perderse de vista.
Sintió que no podía ocultar su odio – porque era odio-, y el portazo que imaginó daría al marcharse, fue un ademán tan tibio que sintió vergüenza y se tuvo compasión.

El coche “le llevó” – porque no fue él- hasta su casa.
Después…el largo camino al hospital… las preguntas mudas de su mujer e hija que sin cesar martillaban
Los silencios incómodos y asfixiantes.
La pesadumbre…
Y el dolor extraño en el brazo y en la pierna…
Ése dolor…

Llovía en Galicia tanto como nunca.
Una chuvia persistente, fina y pegajosa que más se parecía a hebras de algodón.
Recorrió con la mirada el rumbo de las gotas que azotaban tan furiosas como él mismo aquel  cristal.
Fijó su atención en el camino de la costa zigzagueante.
Las curvas cerradas.
Los hórreos atrincherados en las fincas.  
Aquel rosal acechando agazapado entre  arbustos y hasta sintió -¡qué locura!- su perfume y el dulzor.

Miró el mar. Escuchó su llamada y el rugir de las olas le sobresaltó ¿cuánto hacía que no le veía, si siempre estaba allí esperándole?
Bravo.
Calmo.
Indómito.
Sereno.
Con un tremendo antojo de  lamer sus huellas. Abrazarlo. Escuchar su confesión.

Se sintió flotar  mientras le estudiaban de arriba abajo, como si no fuese él “protagonista”.
Volvió a flotar  al subirle a la habitación.

Por primera vez en ¡tanto tiempo!, observó a su mujer y ¡joder, cuánto la amó!...
En el cristal castigado por la lluvia, imaginó el rostro de sus nietos.
Reprimió un sollozo.
Ahogó la emoción.

Rogó que nadie preguntara  por cifras,  intereses, protestas y demandas, cuanto había perdido en la maldita operación…
Ni siquiera el doctor, que  repetía: “ha sido un aviso, pero de ahora en más…tranquilidad, nada de angustia, cuidado…atención…”

Recordó que necesitaba un “corte”  el césped de su casa.
Y debía darse prisa en rasurar aquel malvón.
Y no olvidar quitar el polvo a las viejas herramientas  de las que tiempo atrás había “abusado”, y ahora  dormitaban perezosas en  un cajón.

Deseó tener boli y folio para apuntar todo y repasarlo luego. Apenas percibió que  no llovía cuando pensó:

Iría hacia ése mar que  le esperaba como  amante.
Se quitaría los zapatos.´
Sentiría la arena colarse entre sus dedos.
No volvería jamás a silenciar deseos.
Pondría letras y palabras a su juego de amor.

Se emborracharía de vida sin complejos y cuando llegara el momento de partir, lo haría embriagado de ilusiones y sueños diseñados a su antojo

Y cuando estuviera agotado de andar por esa orilla, se haría un ovillo en algún sitio.
Esperaría impaciente  que el sol volviera a despedirse  prometiendo volver como  hizo siempre.
Como ayer o mañana.
Como hoy…









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