Alguna vez había escuchado que “la juventud es una
enfermedad que se cura con el tiempo”.
A sus sesenta y pico de años largos él no era viejo.
Tal vez mayor.
El primer hormigueo le aguijoneó el brazo.
Cuando se extendió a la pierna, creció el presentimiento
que algo iba mal, y se aterrorizó.
El puñetazo – fuerte, dolido, intenso - que dio en
aquel despacho, retumbó fuera de esas paredes como balas de un cañón.
Vio la palidez en el rostro del tipo repeinado.
Sintió como
temblaba su voz al repetir como un mantra: “Te tienes que calmar amigo. Dentro
de un tiempo estará todo
arreglado…confía, y deja que me ocupe de esto. Paciencia ¡por favor!”.
Las palabras que siguieron no importaron.
Ni siquiera las escuchó.
Tuvo una tremenda necesidad de escapar de allí.
Desaparecer.
Esfumarse.
Perderse de vista.
Sintió que no podía ocultar su odio – porque era odio-,
y el portazo que imaginó daría al marcharse, fue un ademán tan
tibio que sintió vergüenza y se tuvo compasión.
El coche “le llevó” – porque no fue él- hasta su casa.
Después…el largo camino al hospital… las preguntas
mudas de su mujer e hija que sin cesar martillaban
Los silencios incómodos y asfixiantes.
La pesadumbre…
Y el dolor extraño en el brazo y en la pierna…
Ése dolor…
Llovía en Galicia tanto
como nunca.
Una chuvia persistente,
fina y pegajosa que más se parecía a hebras de algodón.
Recorrió con la mirada el rumbo de las gotas que azotaban tan furiosas como él mismo aquel cristal.
Fijó su atención en el camino de la costa zigzagueante.
Las curvas cerradas.
Los hórreos atrincherados
en las fincas.
Aquel rosal acechando agazapado entre arbustos y hasta sintió -¡qué locura!- su
perfume y el dulzor.
Miró el mar. Escuchó su llamada y el rugir de las olas
le sobresaltó ¿cuánto hacía que no le veía, si siempre estaba allí esperándole?
Bravo.
Calmo.
Indómito.
Sereno.
Con un tremendo antojo de lamer sus huellas. Abrazarlo. Escuchar su
confesión.
Se sintió flotar mientras le estudiaban de arriba abajo, como
si no fuese él “protagonista”.
Volvió a flotar al subirle a la habitación.
Por primera vez en ¡tanto tiempo!, observó a su mujer
y ¡joder, cuánto la amó!...
En el cristal castigado por la lluvia, imaginó el
rostro de sus nietos.
Reprimió un sollozo.
Ahogó la emoción.
Rogó que nadie preguntara por cifras, intereses, protestas y demandas, cuanto había
perdido en la maldita operación…
Ni siquiera el doctor, que repetía: “ha sido un aviso, pero de ahora en
más…tranquilidad, nada de angustia, cuidado…atención…”
Recordó que necesitaba un “corte” el césped de su
casa.
Y debía darse prisa en rasurar aquel malvón.
Y no olvidar quitar el polvo a las viejas herramientas
de las que tiempo atrás había “abusado”,
y ahora dormitaban perezosas en un cajón.
Deseó tener boli y folio para apuntar todo y repasarlo
luego. Apenas percibió que no llovía cuando
pensó:
Iría hacia ése mar que le esperaba como amante.
Se quitaría los zapatos.´
Sentiría la arena colarse entre sus dedos.
No volvería jamás a silenciar deseos.
Pondría letras y palabras a su juego de amor.
Se emborracharía de vida sin complejos y cuando
llegara el momento de partir, lo haría embriagado de ilusiones y sueños
diseñados a su antojo
Y cuando estuviera agotado de andar por esa orilla, se
haría un ovillo en algún sitio.
Esperaría impaciente que el sol volviera a despedirse prometiendo volver como hizo siempre.
Como ayer o mañana.
Como hoy…
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