No es la primera vez
que hablo de mi amigo. Ése, el que ha pasado la barrera de los setenta y muchos
con creces. Tampoco de la vitalidad que le caracteriza. Su forma de mirar y
entender el mundo. Su filosofía de vida. Su espíritu luchador. Su batallar
incansable y frenético. Su sentido del humor.
Hace bastante tiempo que
no paseamos juntos. Poco y nada le veo en verano, porque
prefiere encerrarse en su apartamento amplio
de techos inalcanzables, atestado de libros y periódicos, que después de asaltar la biblioteca, buscan un
rinconcito donde estirar los brazos, pegar un bostezo, mirar de reojo a las
visitas. Desperezarse. Continuar su siesta rutinaria sin levantar la voz.
La última vez que lo
hicimos la noche invitaba a confidencias.
Se calzó hasta las orejas el sombrero del que nunca se separa. Arregló su
barba frente al espejo y antes de salir – haciendo un gesto - pidió un momento
para perderse por aquel pasillo oscuro, recoger algo en la cocina, regresar después que le precediera un ruido de
cacharros, puertas que se abrían y cerraban y un “grito de triunfo” que me
sobresaltó.
En la calle me cogió
del brazo y me guió hasta una terraza de Las Vistillas donde la vista era
realmente impresionante. Tardó bastante en elegir una mesa y cuando nos
sentamos le pidió al camarero una copa de vino blanco para él, y una cerveza “sin”
para mí, que no bebo alcohol.
Si me pareció extraño
que me invitara allí – siempre comentaba los precios “exageraos” de las terrazas madrileñas- mucho más me intrigó que no
dijera una palabra y tuviese clavada la vista en un banco prácticamente
escondido, donde una parejita hacía manitas
e intercambiaba ronroneos de amor.
Estuvimos en silencio
casi media hora hasta que de pronto me despertó
de ese letargo con un “¡ahora!”, señalando el banco que había quedado vacío
para que lo ocupara de prisa, mientras hacía señas al camarero y pagaba la
consumición.
Una vez a mi lado, después
de esperar que terminara de reírse a carcajadas, se secara con un pañuelo de
papel los ojos y rebuscara en su viejo
bolso con dedos ligeros de donde rescató
un Chardonnay aún frío, dos copas, y
una cerveza sin con la que brindamos
con un guiño cómplice, como si
hubiésemos cometido la mayor de las travesuras…fue cuando me miró.
“Toda mi vida he sido
un transgresor”, explicó despacio. “Ése es el secreto, el perfecto equilibrio,
o al menos la fórmula que le doy a mis pacientes (es médico y psicólogo) para
que afronten la vida sin complejos culpas o reglas preconcebidas: atreverse a
cruzar el umbral de la transgresión.
“Literalmente…me paso por los fundillos el “no debería”…¿Quién lo ha dicho, dónde está
escrito, cuál es el manual que lo indica? ¿Por qué no puedo hacer lo que me
venga en ganas?
“La culpa y el miedo
son nuestros peores enemigos. Y si no empezamos a desterrarlos de nuestra
mente, de nuestro cuerpo, de nuestras entrañas, si no empezamos a disfrutar de
lo que tenemos y a cortar barreras, el mundo no solo seguirá yendo a peor sino que cuando nos demos
cuenta de todo lo que nos hemos perdido, será tarde para un solo “mea culpa”, un
mínimo sollozo, alguna lamentación”.
“ ¿Crees que todos ven
con buenos ojos que lleve coleta?. Pues no…¿y qué?. Paso de ellos y de sus
pruritos. Salto a la otra acera. Me alejo cada vez más de esa gente. Busco a
quienes me entiendan. Me voy.”
“¿Por qué debo aceptar:
“que no es de recibo” que un hombre de mi edad se pasee por la calle con viejos
vaqueros cortados a tijera a la altura de la rodilla ¿les debo pedir permiso o
tal vez perdón porque mis piernas están llenas de venas y no son frescas y
lozanas como antes? ¡Por supuesto que no!...”
“Mis pantorrillas están
flácidas de tanto correr por la vida intentando atrapar un sueño. Una quimera.
Una ilusión.
“Estas manos que ves
estropeadas, todavía sirven para tenderla a quien las necesite sin preguntar
que recibirán a cambio porque si son indispensables, las doy.
“Ya no escucho como
antes, es cierto, pero mis oídos siempre
están dispuestos para recibir una historia, escuchar un pecado, a estar atentos
ante una frustración.
“Y no pierdo mi
capacidad de asombro.
Ni mis ganas de
aprender.
Ni el buen paladar al
sentarme a la mesa.
Ni el placer inmenso al
regalar una palabra de amor.
“Ni tirarme en la
hierba descalzo mirando las estrellas, o bañarme desnudo en la playa cuando por
haber no hay nadie y hasta se ha escapado el sol.
“¿Qué nado contra
corriente? Tal vez, pero no voy por la
vida suplicando ser feliz porque si miro a mi alrededor compruebo que lo soy.
“¡He aprendido a reírme
de mí mismo con ganas!.
“Y éste vino – dijo
señalando la botella- no lo bebo pensando que mañana me levantaré con dolor de
cabeza, me hará mal, me arrepentiré de haberlo escogido y traído a este sitio.
“Lo paladeo y dejo que
crezca en la boca. Acepto su invitación
para saborearlo. Aparto de un manotazo la duda culposa, hago un pozo imaginario en el suelo con el
pie. Coloco en lo más hondo el “no debería”. Lo tapo con arena y cemento si es
necesario. Me siento pleno hoy y ahora.
En este instante y
cuanto dure.
Sin reproches. Sin
temores. Sin una sola lamentación”
No me pregunto qué
pasará mañana. Me siento pleno y satisfecho por vivir ahora. Vivir el hoy.
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