Me suele pasar en
infinidad de ocasiones, sobre todo cuando la casa se despereza en silencio.
Cuando no escucho ruidos con los que
estoy familiarizada. Ni voces que me hacen desviar la mirada y requieren mi atención.
Es entonces que pienso
en el significado de la palabra “estar” (permanecer, encontrarse, ser, existir,
acompañar, consolar, vivir) y en la grandeza de su contenido. En su importancia
vital.
De pequeña oía: “Hay
que desconfiar de los extraños”. “No hables con desconocidos”. “Desvía la
mirada cuando alguien que no es de tu
círculo se acerca”. “No hagas
comentarios ni intercambies ideas con alguien de fuera”. En síntesis: “Ver, oír
y callar”.
Afortunadamente jamás
hice caso a esas “cuasi” recomendaciones dichas
como al descuido, aún dentro de mi propia familia. Me abrí al mundo con
cautela, pero me di por entero sin pensarlo dos veces con tal de “permanecer,
acompañar”.
Con el paso del tiempo
he comprobado – en infinidad de ocasiones- aún con dolor, que los que creía iban
a “estar”, se esfumaron como por arte de magia cuando más les necesitaba.
Y quienes apenas conocía, se acercaron a
confortar sin que mediara ningún deseo oculto, ninguna pretensión.
Aprendí – con dolor y
lágrimas- que hay amigos de acero o
hierro que se entregan por completo aún
a miles de kilómetros de distancia. Y otros, “tan cerca y tan lejos”,
que con inmensa amargura, debes obviar de tu agenda cotidiana. Sólo cuentas con
ellos, cuando “ellos” necesitan mitigar su propia desazón.
Que la complicidad
puede alimentarse a través de los
años. O nacer de forma espontánea prácticamente sin buscarla, a través de un
gesto, una mirada o una frase dicha al descuido, pero lo fundamental es que
siempre espera que avives esa llama y está esperando que sientas su calor.
Que no existen barreras
para apoyar al extraño.
Ni fronteras para
buscar consuelo.
Ni nubarrones para la
esperanza.
Ni techos para la
solidaridad.
Tal vez muchos no
logren entenderlo, pero estoy convencida que todos necesitamos desesperadamente
los unos de los otros.
También de aquellos
que, sin siquiera sospecharlo, se encuentran dispuestos a tender la mano para
levantarnos.
Recoger nuestra mochila
cuando nos fallan las fuerzas.
Señalar errores sin
edulcorarlos.
Ser nuestra sombra a lo largo de un camino.
Mostrarnos un atajo.
Curar nuestras heridas
y suavizar nuestro dolor…
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