Me lo preguntaba hace
mucho, mucho tiempo. Tanto cuando no
levantaba un palmo del suelo, como
ahora, que mi mochila está cargada de vivencias y experiencias, alegrías,
sinsabores. Dolor.
Ayer, cuando me hacía
un ovillo entre las sábanas y sentía pasos que llegaban de puntillas al cuarto,
como adivinando mi sensación de frío y desprotección.
Hoy, cuando unas manos
robustas, fuertes, pero a la vez impregnadas de dulzura, complicidad y
amor, ponen en orden las sábanas, arreglan los pliegues, dibujan con sus dedos
el contorno de mi cuerpo para que me deje envolver en un halo de calor.
Siempre he tenido la
extraña sensación que desde el mismo momento que abrimos los ojos a la vida, no
somos uno, sino dos, quienes nacemos.
Que “alguien” nos
acompaña -vaya a saber elegido por “quien” – convirtiéndose en “titiritero” de nuestro cuerpo, manejando
hilos invisibles finamente sujetos a manos, piernas, ojo, bocas, pies y
alma. Si me apuráis, nuestro corazón.
Y que finalmente nos
convertimos en marionetas de ese ser
misterioso que nos guarda para
enderezarnos y hacernos reaccionar, tropezar y caer. Guiarnos hacia el sendero
correcto. Bostezar y exprimir la
pereza. Hacernos brincar de nuestro asiento como si fuese un volcán en
erupción.
El “titiritero” estará bien adiestrado – supongo yo- porque moviendo sus hilos invisibles, nos obliga a
levantarnos de la cama cuando pensamos que otro día más sería imposible de
soportar con tanta presión.
Nos manda sonreír, cuando nos encantaría
enseñar los dientes aullando de furia.
A decir que sí, cuando
con toda el alma deseamos gritar ¡No!
A repetir en mitad de
una furiosa discusión donde los sentimientos están en juego: “¡Déjame en paz,
vete de mi vida!”, cuando pretendíamos cerrar
con suavidad la puerta casi suplicando: “¡no sé que haría sin ti! ¡Quédate
por favor!”
Es maestro en resolver
entuertos y provocarlos.
En proclamar la paz e
iniciar la guerra.
Experto tahúr en los
juegos del amor.
Cazador infalible que pone trampas para que aprendamos a esquivarlas.
Escritor de misivas
interminables, que al releerlas después de un tiempo nos lleva a preguntarnos
“¿pero esto lo escribí yo?”
Pero es también nuestro compañero de juegos en horas
solitarias.
El que nos mantiene en
vela haciéndonos pensar, dándole mil
vueltas a las decisiones en las que se apuesta al “todo o nada”.
Y el que nos pilla por
la suela de los zapatos, cuando volamos tan
alto que ya no distinguimos el cielo de la tierra, o la realidad de la ficción.
La ventaja que nos
lleva es que siempre está atento.
Jamás se despista y
aunque a veces se confunde y pierde, vuelve al inicio del camino como una
sombra protectora de la que alguna vez nos hablaron, justamente, como un gnomo
travieso, elfo, diablillo o ángel protector.
¿Alguna vez desaparece
de nuestra vida?
Supongo que sí.
Pero sólo cuando su
tarea ha terminado y la fatiga le vence.
Cuando mira el reloj de
fantasía que lleva prendido a su muñeca, y comprenda que “su” tiempo y el
“nuestro” se ha acabado.
Y recoja sus hilos
invisibles, acomode sus trastos en una
maleta de espumilla, con su mirada nos señale el camino de regreso que hará
en silencio, a nuestro lado, como cuando abrimos los ojos a la vida.
Tal y como cuando
nacimos.
No siendo uno, sino
dos…
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