A veces, sobre todo cuando se me da por divagar, juro que miro el ordenador y me pregunto “¿quién habrá
allí dentro? ¿Qué extraños personajes se mueven con sigilo en las entrañas de este aparato?
¿Recelarán unos de
otros quienes caminan por esos pasillos
desconocidos? ¿Harán de la falsedad - o la sinceridad- su arma cotidiana?
¿Echarán mano de la primera para alabar al desprevenido con sus
lisonjas, hablar pestes de ellos en
cuanto se dan la vuelta, para estar “bien con Dios y con el Diablo” ya que todo es válido con tal de paliar su
soledad?
Cuando vuelvo a poner
los pies en la tierra y espabilo, saco conclusiones y es inevitable
reflexionar en parecidos y diferencias que nos hermanan y separan a ambos.
Mi ordenador calla y acepta que mis dedos vuelen sobre el
teclado intentando despejar mis dudas, acercándome a una velocidad vertiginosa a quienes están
“al otro lado del charco” y aún más allá.
Soporta estoico que le dé golpecitos de satisfacción cuando
doy por finalizada la tarea, apago y
repito un “hasta mañana” silencioso, y
también otros un poco más severos, algo
más “inquietos” cuando se empecina en no funcionar.
Tiene una paciencia infinita. Una discreción que escapa a
toda regla. Jamás, dirá una sola palabra de mis secretos –aunque en estos
tiempos que vivimos donde “saben lo que hacemos y lo que no”, afirmar esto me
sueña a ilusorio, me da que pensar-.
Aguanta estoico el paso del tiempo. Ni siquiera se le mueve un pelo cuando alguien
disfraza su perfil y me cuenta historias que ni ellos mismos creen. Batallas
imposibles que jamás ganaron y merced a
la tecnología logran pergeñar.
Como no tiene “alma” - ¿no la tiene?- jamás frunce el entrecejo ni se indigna ante
la injusticia cotidiana que desfila ante sus ojos. No tiene alma. Vale. Deduzco que no me equivoco. Más a una máquina no se le
puede pedir, ni mucho menos reprochar.
Pero cuando dice “hasta aquí hemos llegado”, es difícil que
dé marcha atrás porque ser tan
transparente, fiel, leal, incondicional tiene un coste y un precio: decir basta
sin mirar al pasado.
Y ya no valdrán de nada los años que hemos pasado juntos. Ni las
carcajadas a dúo. Ni las lágrimas que enjugó sin decir palabra. Ni los
“consejos” que dio activando un mensaje para ponernos sobre aviso de lo que
ocurriría si traspasábamos lo que nos explicaba
el manual.
Y un buen día te sientas frente a él, aprietas un botón y la
pantalla se ha vuelto negra. Ni un solo botón responde a tus órdenes.
Compruebas que tu compañero de andanzas, extenuado, ha dejado de seguirte.
Que indefectiblemente el tiempo pasa y tanto él como tú han cambiado y no hay modo
de volver a coincidir ni compartir, ni a
ser colegas ni cómplices de alegrías, ya
no hay nada que te una, ni tampoco de qué hablar.
Solo hay una opción para seguir adelante.
Una opción, dura y dolorosa como pocas que consiste en “Formatear”.
“Eliminar todo el
contenido de la unidad de almacenamiento”.
Darle un merecido descanso…y entonces “Resetear”…volver a
iniciar el ordenador, libre de culpa y cargo. De acusaciones, reproches,
cinismos o alabanzas.
¿Qué estoy diciendo?...¡Dios mío!.
Formatear.
Resetear.
Casi como sucede en la vida misma.
Casi como sucede en la amistad…
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