Viernes 14 de diciembre. Seis de la tarde.
La mujer de
treinta y pocos años, rabiosamente guapa, vestida con ropa
elegante (que ha visto mejores tiempos),
lleva de la mano al niño que con ojos
asombrados se para frente a los escaparates
del centro comercial.
Sus cinco o seis años no saben del “prohibido tocar” que
cuelga de una de las paredes. Pasa los dedos por el cristal. Se detiene, señala y gesticula. Sonríe expectante mientras
ella esquiva su mirada, hasta que finalmente poniéndose en cuclillas le habla
despacio, y con visible amargura gira la
cabeza hacia un lado y hacia otro, diciendo “no”.
Y no hay pataleos ni berrinches. Ni llantos ni
rencores, ni escenas en público. Solo un silencio hondo y profundo que les
separa como un muro, mientras se dirigen a la caja donde espero mi turno.
Nos cruzamos con torpeza. Hay tanto dolor y
humillación al comprobar que he sido espectadora involuntaria, que a modo de
disculpa repite: “A mí no me enseñaron como manejar esto…Le hemos ocultado lo que
está pasando pero… ya no sé como disimular que hemos tocado fondo, no hay salida posible, ni una sola luz de
esperanza…Estoy al borde de la desesperación”.
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Tres días después, sentada frente al teclado del
ordenador pienso que a lo mejor ha llegado el momento de empezar a cambiar.
A lo mejor, educamos a nuestros hijos en el “le doy
todo lo que me pida” sin sopesar lo poco
que en otros aspectos les estábamos dando. Repetíamos gestos mecánicos,
sonrisas forzadas mostrando desinteresado
interés cuando nos hablaban, nos contaban su día a día, nos martillaban
con preguntas rematando sus historias.
A lo mejor, minimizamos valores esenciales y profundos
como la palabra. El abrazo. Un “te quiero” dicho a tiempo. La caricia sin
motivo. Besos gigantescos y espontáneos. La dulzura. El amor.
A lo mejor, hemos maquillado
la realidad para evitarles sufrimiento y desgarro, sin contemplar que las experiencias son
intransferibles y quieran o no, en algún momento de su vida la burbuja con la
que les hemos protegido se desvanece en el aire como pompas de jabón.
Los niños son mucho más inteligentes y astutos de lo
que sospechamos. Oyen, y callan. Tejen historias que tal vez nada tienen que
ver con la realidad. Especulan. Fingen. Actúan según el público que les está observando y asiste a la función.
A lo mejor es el momento de sincerarnos totalmente, ir con la verdad por delante sin dramatismos
ni exageración, explicando que las cosas han cambiado y es muy complicado vivir
este presente, pero tarde o temprano todo
volverá no a ser como antes sino
mucho mejor.
Que esa familia que conforman es una piña que se crece ante las adversidades, y que
nada ni nadie pueden destruir esa unión.
Que están juntos, sanos y dispuestos a luchar hasta
donde sea necesario porque si algo les sobra es valor.
Se me ocurre que a lo mejor…éste sea un buen momento
para empezar a cambiar ¿no?...
Hasta la próxima.
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