Cuando tenía tan pocos años que jugaba a ser
otra, comencé a sospechar que había más peques
dentro mío.
Esas que solo yo sería capaz de reconocer.
Esas que solo yo sería capaz de reconocer.
De encontrarles
identidad.
Con el paso
de los años me dejé tironear por sus
caprichos.
Viví historias ajenas como propias.
Fui sociable y solitaria.
Alegre y
depresiva.
Condescendiente
y transgresora.
Bondadosa y
cruel.
Amorosa y
brutal.
Hasta que un día comprendí que ya era el tiempo, la hora y el momento de despedir imágenes prestadas que suplantaban mi identidad.
Delinear la
propia.
Derribar
prejuicios.
Cerrar
puertas,
Poner
candados.
Clausurar
ventanas para impedirles volver a entrar.
Me encontré
vacía y desolada sin la compañía “de las
otras”.
Mil veces
supe que me había equivocado y otras mil lo volví a intentar.
Exigí
respuestas a cambio de silencios.
Mostré a los demás quien era y no quien "querían que fuese" los demás.
Mostré a los demás quien era y no quien "querían que fuese" los demás.
Comprobé que el destino está escrito, pero depende nosotros intentarlo cambiar.
Aprendí que
solo el que pretende ir más lejos consigue llegar.
Que no hay
nadie en el mundo dueño de la verdad absoluta y cada uno tiene su verdad.
Que no hay
que “darse por vencido ni aún vencido”, ni pulverizar esperanzas antes de empezar.
Que los
sueños son nuestros. Sagrados.Intocables.
A nadie hay que dar cuenta de ellos.
Ni esperar aprobación para alcanzarlos.
Ni pedir permiso
para poder soñar…
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