Estaba en el fondo de un cajón y aunque las
casualidades no existen, pongamos que la encontré de casualidad.
Suelo guardar allí pequeños recuerdos, retazos de mi
vida. Cartas ajadas por el tiempo. Trozos de poemas que garabateé en mi
adolescencia. Frases. Pensamientos. Tickets de viajes que seguramente me han
marcado en su momento y ya no recuerdo
donde me llevaron. Intenciones que prometí convertir en propósitos y
nunca pude lograr.
Desde la foto color sepia sonríe mi abuela.
La cabeza cubierta con un pañuelo negro. Los ojos
pícaros y sabios. El mandil recogido en la cintura y un vestido a florecitas
que no alcanzo a reconocer bien.
Lleva en la mano una tijera enorme y al fondo se
distinguen los rosales con los que tanto le gustaba hablar.
La abu María
, no tuvo nunca oportunidad de estudiar.
Ni siquiera fue al instituto y mucho menos a la universidad.
Crió nueve hijos y a algunos les vio morir como a mi
abuelo Juan.
Sin embargo fue el ser más inteligente y sabio con el
que me he topado hasta hoy. Puro nervio, carácter y valentía ante las
dificultades jamás se acobardó ante nadie…seguramente ella fue quien me enseñó
a pelear aún cuando todo me aconsejara tocar
a retirada. Abandonar.
Fue terca como una mula. Astuta como un lince. Suave
como un peluche y a la vez dura como el metal.
Experta en abrazos. “Enjugadora” de lágrimas. Tejedora de ilusiones. Cómica
frustrada sin espectadores utilizaba la ironía para hacerte pensar.
Prefería escuchar, antes de dar su opinión y
cuando lo hacía era con tal contundencia
que lograba hacer bajar la mirada a los más poderosos, impresionados por esa
mujer menuda y pequeñita que “no había aprendido a callar”.
Un hacha a la hora de manejar la economía.,
sumaba y restaba mentalmente a la velocidad del rayo.
No creía en falsas promesas ni se dejaba timar.
Jamás piso un banco porque: “en tren de desconfiar, desconfío de ellos que solo quieren jorobar a
los más pobres, quitarles su dinero, forrarse, desaparecer y dejarte con tres
cuartos de narices”. “El dinero en casa y bien escondido”, agregaba, “seguro
que aquí nadie lo va a encontrar”.
Eso traía infinidad de problemas ya que en muchas
ocasiones no recordaba donde lo había puesto “¿en la bolsa del pan?, “fíjate en el bote de las galletas!” o “en la
despensa”…
Finalmente en sus paseos
de madrugada cuando no podía conciliar el sueño, aparecían los dichosos
billetes que había disimulado detrás
de la nevera y costaba un triunfo arrancar de las paredes sin destrozarlos.
Su casa era de puertas abiertas. ¡Si le habremos
repetido que echara llave, pero ni modo…!, siempre nos daba la misma excusa: “cuando me dé algo, algún vecino vendrá a
ayudarme y no va a tener problemas para entrar”.
Mi abuela supo lo que era tocar fondo, y ella misma solía decir “para vivir en paz contigo mismo, primero hay que haber probado el sabor
de las lágrimas, sufrir en carne propia el daño, superarlo como puedas. Pero
jamás dejar de completar el círculo de
tus sueños. Jamás”
Abu fue testigo de los “amores prohibidos” de todos sus
nietos que en ella encontramos cariño, colaboración. Secretos a buen resguardo.
Reprimendas y consejos. Complicidad.
Gracias a ella entendimos que un apretón de manos y la
palabra, valían más que un papel donde estampabas tu firma.
A su lado asumimos el enorme compromiso que encierra
la amistad.
Que: “había que
guardar por si pasaba algo” (aunque
ese “algo” nunca fuese a pasar)
Que había que desconfiar de quienes no te miraban a
los ojos o balbuceaban al “largar su discurso”.
Que no era cierto que “tanto tienes tanto vales”, el
verdadero valor de una persona estaba en su interior y lo importante era “atreverse a mirar”.
¿Si fue feliz?
Varias veces le hice esa pregunta.
Su respuesta no variaba:
“Siempre estás
en busca de la felicidad. Hasta que se te escurre la vida entre los dedos, no
te das cuenta que la tenías delante
tuyo y no la supiste aprovechar”…
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