No es cierto que los lazos de sangre solo te unan a tu
familia de una forma fuerte, segura, indestructible.
Hay otros que a lo largo de la vida vas anudando y que
son mucho más sólidos que los que heredas por parentesco
Hace apenas unos minutos recibí un correo que jamás me
hubiese gustado leer. Estaba escrito de forma “indisciplinada”, con
prisas, con un profundo dolor… y me
hablaba de la muerte de alguien que fue, es y será una de las personas más
importantes que ha compartido conmigo este largo camino del que todavía, espero,
mucho me queda por recorrer.
Conocí a Adolfo cuando recién pasaba los umbrales de
la adolescencia, y desde que nos miramos a los ojos supimos que ese momento
había sido mágico y determinante en nuestras vidas.
Aunque me “aventajaba” en edad, a lo largo del tiempo
tejimos juntos redes invisibles que nos fueron acercando, profundizando, remachando el cariño, la ternura y la amistad que creció prácticamente sin darnos cuenta.
Con el paso del tiempo, Adolfo fue testigo de mis
noviazgos poco duraderos. De mis penas de amor. De mi sonrisa transformada -a
su lado- en carcajada. De mi indignación constante frente a la injusticia. De
mi boda por amor.
Adolfo quiso a mis hijos con un cariño desmedido y desbordante.
Les puso alas y espíritu a sus sueños y les consintió sin sentirse culpable “de
nada” con auténtica pasión. Cambió pañales y biberones. Fue paciente, tolerante, loco adorable
que hacía sentir mejor ser humano a
quienes se movían a su alrededor.
Fue –ES- amigo del alma sin condicionamientos.
Camarada, compinche, cercano, complaciente, justo y gruñón. Nos amó – y aún nos
ama – a la distancia, nos cuidó y protegió.
De él aprendí el valor que tiene darse por entero, sin
esperar nada a cambio. Que la solidaridad no se proclama, sino que se
demuestra. Que siempre hay lugar para “uno más” si alguien te necesita, dentro
de los laberintos del corazón.
Que no importa si eres alto, bajo, feo, gordo o
delgado porque lo importante jamás se ve y lo llevas en tu interior.
Que el abrazo no debería ser una asignatura pendiente,
sino una materia obligatoria y de
altísima puntuación.
Que nada hay más estúpido que suponer que toda persona
tiene un precio.
Que un hombre también llora y por eso no `pierde su
condición.
Creo haber sollozado, hipado, desgarrado lo
suficiente, pero si alguien sospecha que voy a enterrar mi emoción está muy
equivocado…Lo seguiré haciendo donde quiera a cara descubierta, donde me pille
y me venga en ganas. Me da lo mismo que a algunos les moleste y a otros no.
Mientras siga recordando lo “jodidamente bien” que lo
pasamos, su alegría, sus charlas interminables, sus consejos, sus broncas y
rabietas. Sus cenas y brindis. Su perenne compañía. Su amor por el arte, la
música y los libros. Su curiosidad intacta de eterno adolescente. Sus guiños de
complicidad. Su calor…
Mientras continúe rememorando la inmensidad de cosas
que me dejó, seguirá eternamente vivo en
mi alma, en mi mente. En mi corazón.
¡Que extraño! Estoy destrozada por fuera pero con una
inmensa e inexplicable paz interior.
Anoche, antes de dormir hablé con Dios y con la impertinencia del que pide ayuda, le
supliqué que se lo llevara como él habría querido…con mucha prisa “acelerando
el trámite” y sin dolor…
Murió con una sonrisa en los labios conociendo que
había llegado el momento de partir diciendo chau
sin aspavientos, dramas ni reproches.
Murió sin hacer ruido tal y como vivió.
Con tanto jaleo olvidó
pedir que nos cuidáramos, regañarnos por última vez, revolvernos el pelo con la
mano, volver sobre sus pasos, apretarnos contra su pecho hasta asfixiarnos.
Tengo que estar agradecida.
Dios me escuchó.
Dios me escuchó.
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